En términos generales, podemos hablar de dos tipos de
ansiedad: aquella que resulta facilitadora, activadora e incluso motivadora
hacia un buen rendimiento, y aquella que perturba la correcta ejecución de las
actividades sencillas o complejas, nuevas o familiares.
La ansiedad se produce como una reacción natural en todas
las edades, pudiendo ser beneficioso cuando permite la protección ante
estímulos de riesgo o peligro. En la actualidad, cientos de estudios revelan el
incremento de la depresión y la ansiedad en etapas cada vez más tempranas de la
vida.
Asimismo, se han identificado diferencias significativas
entre los adolescentes varones y mujeres. No solo existe una prevalencia
significativa de ansiedad en las adolescentes mujeres, sino también un mayor número
de síntomas fisiológicos a diferencias de los adolescentes varones, quienes
manifiestan conductas de evitación y/o escape en respuesta a su ansiedad. No se
han hallado diferencias en cuanto a la edad.
No podemos negar que el factor genético (herencia) es
altamente predisponente; sin embargo, es necesario analizar las variables
ambientales y culturales que los afectan. Un elemento importante es el cambio
de roles que exige la sociedad actual, en la cual el nivel de competitividad
alcanza niveles tan altos donde aquellos que cometen errores o no llegan a la
excelencia, se quedan en el camino. Los adolescentes ansiosos suelen invertir
mucho esfuerzo en actividades académicas y no siempre este esfuerzo los conduce
al éxito. Generalmente son más eficientes en actividades cooperativas que en
las de competencia ya que ven estas como situaciones altamente amenazantes. El
adolescente se percibe sin recursos a pesar de tenerlos, obstaculizando su
posibilidad de manejar inteligentemente la información que posee o la habilidad
con la que cuenta, tomando incluso decisiones inadecuadas, apresuradas y poco
reflexivas. Asimismo, se produce una distorsión de la percepción que lo lleva a
magnificar las amenazas y minimizar sus competencias.
Algunas de las consecuencias incluyen la tendencia a
responder con miedo, incremento de las sensaciones físicas, dificultades para
la concentración, deterioro social y académico, indecisión, intolerancia a la incertidumbre,
pesimismo, pensamientos amenazantes, creencias rígidas, entre otras.
Estos datos arrojados por los estudios podrían
ser utilizados por profesores, psicólogos escolares y psicólogos clínicos e
incluso padres de familia. Resultaría útil tomarlos en cuenta para desarrollar acciones
preventivas y de intervención más eficaces.